jueves, 9 de diciembre de 2010

LAS RELACIONES HISPANOMARROQUÍES (I): DESDE LOS PRIMEROS POBLAMIENTOS HASTA EL SIGLO XVIII

            Históricamente las relaciones entre ambas orillas mediterráneas han sido profundas pero claramente discontinuas. Existe una necesidad histórica por establecer un lazo de unión que los aconteceres políticos y las relaciones comerciales han sellado configurando un especial nexo de unión entre dos sociedades, casi siempre enfrentadas pero en muchas ocasiones obligadas a entenderse. Sin embargo la percepción de este hecho ha variado a lo largo del tiempo y ha provocado la repetición de los desencuentros con mayor grado de intensidad según se avanzaba el tiempo.
            Los primeros poblamientos datados por antropólogos y etnógrafos son calificados como integrantes de la raza camita y denominados como libios, númidas o bereberes. Su área de expansión no se limitó a la costa norteafricana, sino que cruzaron el estrecho mezclándose con nómadas nórdicos.
            En el Paleolítico Superior y el Neolítico, otras inmigraciones africanas dieron origen a la civilización “hispano-mauritánica” conocida con el nombre de «cultura de Almería».
            Inmediatamente comenzó a crearse una afinidad étnica entre los pueblos asentados en ambas riberas del Mediterráneo occidental, como fueron los iberos, emparentados con los bereberes. Tras siglos de convivencia recibieron la aportación de los comerciantes colonizadores históricos del Mediterráneo: fenicios y griegos.
            Los fenicios mantuvieron estrechas relaciones con Tartessos y establecieron importantes colonias: Lixus o Lixa (Larache), Tingi (Tánger) Kabyla (Ceuta) Zilis (Arcila) en la orilla sur; y Malaka (Málaga), Carteia (Algeciras) o Gades (Cádiz) en la orilla norte. Los griegos, en cambio, mantuvieron menos relaciones y fueron rápidamente expulsados por los cartagineses, sucesores de sus metropolitanos de Tiro. Estos llenaron las costas africanas de colonias y rápidamente se lanzaron a la conquista de la “tierra de los conejos”, Ispahan, conocida posteriormente como Iberia. Tras la batalla de Alalia ocuparon Tartessos y se adueñaron de toda la península hasta que se enfrentaron con el imperio emergente de la república romana. Tres guerras, conocidas con el nombre de Púnicas, provocaron la llegada de los romanos a Hispania y su establecimiento definitvo desde el 216 a.C.
La conquista se desarrollo siguiendo extrañamente una dirección este-oeste, al contrario que las líneas de conquista tradicionales, que se desarrollaron a lo largo del tiempo en la zona hispano-magrebí, es decir de norte a sur o al contrario. Acabada en el 19 a.C. tras muchas resistencias tanto en el norte como en la meseta ibérica, ocuparon la Bética, cruzaron el mar y llegaron hasta Arcila.
El territorio fue incluso pieza protagonista durante las guerras civiles de Roma, llegando a protagonizar los naturales de Marruecos mandados por Sertorio un intento de aspirar a la conquista de la metrópoli. La reorganización administrativa imperial anudó aún más los lazos entre las tierras marginales del Estrecho al incorporar a la provincia Bética a algunas ciudades de la Mauritania Tingitana.
Adriano, en la etapa diocesana, creó la diócesis de Hispania estableciendo a la Galaecia y la Mauritania dentro del espacio afroeuropeo occidental. Diocleciano mantuvo  en la tetrarquía la unidad antes establecida, pero ampliada. Constantino, en el 330 d.C. creó la prefectura de las Galias, con tres diócesis: Hispania, Galia y Britania. La primera tenía siete provincias, cinco ibérica, la insular baleárica y Mauritania Tingitana, manteniendo la unidad política de la Península Ibérica.


            Esta unión mantenida durante casi cinco siglos fue rota por las invasiones germánicas, cuyas tribus desde el 409 se repartieron la Hispania romana. Los vándalos asdingos y suevos se quedaron con Galicia, los alanos la Cartaginense y la Lusitania y los vándalos silingos la Bética, quedando el resto para los visigodos, aliados de Roma.
            Los vándalos asdingos crearon un efímero imperio hispano-magrebí, sustituido por los romanos orientales o bizantinos. El emperador Justiniano estableció a sus tropas en Andalucía, Levante y Marruecos. Es decir, el que dominara el Estrecho ocupaba sus orillas, y siguiendo esa ley histórica los visigodos, establecidos ya en Toledo, mantuvieron la unidad geopolítica hispano-magrebí, expulsaron a los bizantinos y situaron gobernadores en las plazas costeras.
Expediciones musulmanas, árabes o bereberes, acosaron al poder visigodo hasta que en número de 18.000, finalmente realizaron la conquista de la península en seis años por medio de expediciones militares (avance de Muza desde Sevilla al norte atravesando Extremadura), pactos (como el firmado entre Abd el Aziz y el gobernador Teodomiro de Murcia) o capitulaciones como la ciudad de Toledo.
            Se formó entonces un walitao de Hispania dependiente del emirato islámico de Ifriqiya, con capital en Túnez y de nuevo se controló por un imperio a ambas orillas mediterráneas, a pesar del mantenimiento en aquel de cierta autonomía y la aparición de sentimientos nacionalistas peninsulares o al menos autóctonos. Desde fecha temprana surgieron dos reinos o emiratos rebeldes al poder centralizador de los abassíes de Bagdad. Eran ambas orillas, en la peninsular el emirato omeya fundado en 755 y en la africana el reino de Fez, fundado por Idris II en 808.
            En el proceso medieval de conquista musulmana y posterior reconquista y repoblación cristiana de la Península Ibérica se produjeron tres hechos que evidenciaban las determinantes relaciones históricas entre los dos espacios conformantes del territorio de la civilización hispano-magrebí. En primer lugar notamos la existencia de imperios que dominan ambas orillas marinas, como fueron el Califato de Córdoba entre el 929 y 1031; o el dominio de los imperios norteafricanos, primero almorávides procedentes de Tafilete, y posteriormente almohades hasta 1230. 

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A partir de esta fecha, y sobre todo desde 1340, desapareció la posibilidad de establecer cualquier estado islámico hispano-marroquí pasando la iniciativa a manos cristianas o predominantemente europeas. En segundo lugar se produjeron numerosas rebeliones o tensiones internas, muchas de ellas de signo anticentralista que afirmaron el carácter nacionalista y la especifidad de ambos territorios con sus deseos desintegradores. Finalmente apareció el intento de controlar el ámbito norteafricano por parte de las potencias que surgieron vencedoras del proceso de expansión hacia el sur en el ámbito de la civilización ibérica. Éstas deseaban controlar ambos mares, por una parte el Atlántico como base para el control de la costa africana y la vía circumcontinental hacia la India y por otra el Mediterráneo como forma de asegurar y defender sus límites meridionales. Así Portugal, Aragón y Castilla, a la vez que se repartían el Nuevo Mundo, establecían una densa red de presidios costeros que les convertían en potencias africanas. A su vez se enfrentaban por detentar el predominio estratégico en la región. Desde la Sede Papal se confería un carácter religioso a la conquista con la bula de las Cruzadas promulgada por el papa Calixto III en 1457.
            Paralelamente a las expediciones hacia las Canarias y el Mediterráneo central y costero africano desaparecía la presencia mahometana de la península. Primeramente fueron los portugueses y aragoneses. Les siguieron los castellanos desembarcando en 1478 en Santa Cruz de la Mar Pequeña, iniciando la conquista del archipiélago canario y ocupando Melilla en 1497.En el testamento de Isabel La Católica, en 1504 se establecía la necesidad de conservar Gibraltar, dominar el Estrecho y conquistar la costa africana como forma de reafirmar la seguridad meridional. Se tradujo en diversas expediciones sobre Orán en 1505-1509, la ocupación de Vélez de la Gomera y el vasallaje del Reino de Túnez.

Durante el resto del siglo XVI la política Mediterránea de los Habsburgo, estuvo al servicio de los acontecimientos continentales y fue entonces la necesidad de asegurar la tranquilidad y sosiego en el Mediterráneo occidental y eliminar la piratería lo que llevó a Carlos I y Felipe II a volver a intervenir en el Magreb. Se ocupó la isla de Gelves, los peñones, Bugía, Argel, Mostagan, Bicerta, Trípoli, La Goleta y se intervino en Río Martín. Finalmente la unión con la corona Portuguesa afirmaría a la monarquía hispánica como una potencia africana y sobre todo mundial. Para la realización de algunos de esos hechos se contó con la ayuda de soldados naturales del lugar, como fue la Compañía de Moros de Paz en 1509, unidad de Caballería fundada por el Cardenal Cisneros tras la conquista de Orán y Mazalquivir, para ser utilizados como servicio de guías y exploración. Posteriormente sería conocida como Compañía de Moros Mogataces (renegados del Islam) que sirvieron como auxiliares para la reconquista de Orán en 1732. Les siguieron las Compañías de Guías Naturales de Orán.
En 1608 Felipe III recibió la solicitud del Sultán para unir los territorios de su imperio a cambio de concesiones territoriales en Larache, convirtiéndose en claro precedente de la acción protectora iniciada desde el último cuarto del siglo XIX. En 1673 se ocupó el Peñón de Alhucemas.
El siglo XVIII se inició con la presencia hispánica en Ceuta, Melilla, Orán y los Peñones. Los roces con el sultán aumentaron y desembocaron en el cerco a Melilla, tensiones en la región rifeña, ataques a los pesqueros españoles y el abandono de Orán en 1791. Sin embargo en 1767 se firmó el Tratado de Paz, Comercio, Navegación y Pesca que aumentó el comercio hispano-marroquí entre esa fecha y 1830, aumentando la influencia española en Marruecos. Esto lo evidencian hechos como la acuñación de moneda marroquí en Cádiz o la presencia de técnicos, militares o simples aventureros en la vida sociopolítica del sultanato.
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Domigo Badía o Alí Bey, autor de "Viajes por Marruecos" (en su título abreviado), durante el reinado de Carlos,  sieno posiblemente el primer español, no musulmán, en entrar en el santuario de La Meca.

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